EL ANARQUISMO HOY: ¿MODA O TENDENCIA?



EL ANARQUISMO HOY: ¿MODA O TENDENCIA?


"La sangre sigue queriendo descifrar
aquel sueño increíble de vivir"
(Lalo Barrubia)

1.- Caetes es, respecto a los grandes centros superpoblados, un distante y humildísimo distrito en el nordeste pernambucano de Brasil cuya visibilidad nacional e internacional obedece exclusivamente al sencillo hecho de que allí fuera el lugar de nacimiento de Luiz Inacio da Silva -Lula, para los íntimos y para quienes no lo son-; el mismo que fuera primero vendedor de maníes, luego lustrabotas y acto seguido agitador en las fábricas metalúrgicas del cordón industrial de San Pablo para, finalmente y luego de varios intentos fallidos, acabar ocupando nada menos que la presidencia de ese gigantesco país. En Caetes, donde muchos desplazamientos siguen haciéndose en carretas tiradas por bueyes, Corina Guilermine da Silva, de 75 años y tía de Lula, vive todavía en un ambiente habitado por cinematográficas paradojas: mientras ella carga leña por caminos de tierra, en su granja de sobrevivencia la aguarda el cloquear de las gallinas, frijoles secándose en las paredes y un disco de antena satelital. Guilermina resolvió en tiempos inmemoriales que, si en Caetes había nacido, en Caetes habría de morir. Su acostumbrada y cansina resignación no parece haber contagiado a Heraldo Ferreira, un primo segundo de Lula, dado a la práctica política y que en las elecciones del pasado 3 de octubre compareció como candidato a concejal por el Partido de los Trabajadores en Garanhuns, una de las ciudades más grandes de la zona. Ni tampoco ha hecho mella en José Moura de Mello, otro primo segundo del presidente norteño, que se manifiesta preocupado porque los esquemas para la reducción de la pobreza, burocracia mediante, no han ofrecido resultados ni funcionan correctamente. Más optimista es la maestra Maciani Justina do Santos, quien declara apreciar ya mismo los cambios habidos y también que los libros hoy disponibles en su escuela del propio Caetes eran inexistentes en aquellos lejanos tiempos en que la madre de Lula marchó con él y sus siete hermanos, en camión y rumbo al sur, en busca de un futuro mejor. Mientras tanto, la miseria secular continúa y seguramente continuará asediando ésa y tantas otras regiones de Brasil; tal como lo hace y seguirá haciéndolo en una innumerable constelación de puntos de una América Latina sufriente todavía. Quizás con otros rasgos, probablemente con distintas gravedades, estas pinceladas sobre el Caetes de Lula podrían replicarse sobre el telón de fondo de la Sabaneta de Hugo Chávez o el más familiar barrio de La Teja de Tabaré Vázquez.


El fracaso estrepitoso y notorio de las políticas bien o mal llamadas neoliberales, y el consiguiente giro a la izquierda que parece estar operándose en el continente, vuelve a ubicar en el primer renglón de la agenda ese tema mayor que es la pobreza y lo que ésta representa en términos absolutos y relativos: es decir; por un lado, una deficiente calidad de vida y, por el otro, una insultante distancia social. La pobreza, entonces, instalada en el centro de múltiples preocupaciones y asumida como realidad propia e intransferible desde la resignación, el conformismo, la apatía, la desconfianza, el optimismo o el pragmatismo político. Según lo visto y sabido, además, es precisamente el pragmatismo político el que luego la baraja y la ordena como parte de un menú restringido de opciones contradictorias. Lula y los suyos -en Caetes o fuera de él- ya saben, luego de sus dos años inaugurales de gobierno, que el plan Hambre Cero y su intención de que 46 millones de brasileros pudieran comer decentemente todos los días ha de instalarse en un espacio de otros marcos teóricos, de otras tensiones, de otras prioridades y de otros bagajes propositivos donde también juegan las preferencias de distintas bancadas parlamentarias, las inercias estatales, la necesidad de fondos para atender la deuda pública o el imperativo de preservar la disciplina fiscal. Las reacciones subsiguientes oscilan entre la renovación de la esperanza y los nuevos semblantes de la decepción. Así, en su primera competencia electoral desde el gobierno, el partido de Lula se encuentra perdidoso en San Pablo y Porto Alegre -dos ciudades en las que fue tradicionalmente fuerte-, al tiempo que los 46 millones de brasileros continúan esperando. Como continúan esperando -cifras aterradoras si las hay- los 220 millones de personas que en Latinoamérica y el Caribe son considerados pobres o los 840 millones de “malvivientes” en todo el mundo que padecen desnutrición crónica o los 1.200 millones de seres humanos que sobreviven con menos de un dólar por día.[1] Según parece, en torno al asunto se configura un vacío de respuestas cabales y de enérgicos cursos de acción que, hasta ahora, parece imposible de llenar.



2.- Tiempos hubo en que problemas de éste y otros tipos se encontraron recogidos en recipientes políticamente arriesgados pero intelectualmente acogedores y rebosantes de certezas. El pensamiento dominante entre la izquierda latinoamericana de los años 60 y 70, por ejemplo, se fundamentaba en una concepción evolucionista de la historia según la cual la sociedad socialista era no sólo necesaria sino también inexorable y, además, se apoyaba en ciertos análisis de situación según los cuales esa misma configuración societal también estaba a la orden del día. La pobreza bien podía ser interpretada como la extrapolación dramática del crecimiento de las fuerzas productivas en lo que a población y mano de obra respecta; un crecimiento que -se sabía entonces con firmeza- tarde o temprano formalizaría su inevitable conflagración con las relaciones de producción. Las dictaduras militares de los 70, entonces, pudieron ser interpretadas como el manotón de ahogado que ponía entre paréntesis a sangre y fuego esas convicciones sobre el futuro; pero, mientras tanto, el sentido de la historia no podía dejar de manifestarse en todo su esplendor en exóticos paisajes africanos y asiáticos. El avance del “socialismo” se materializaba en Angola, en Etiopía, en Camboya o en el Yemen; los Estados Unidos veían resentirse su influencia en Irán como antes en Indochina; y, para colmo, ya sobre el final de la década, la revolución nicaragüense de 1979 reactualizaba el tema en idioma castellano y le devolvía su vigencia en nuestras propias tierras. Los sacrificios, los errores y hasta los horrores se encontraban alineados y justificados por una visión mecanicista del “progreso” y, sobre todo, del porvenir: un porvenir que, sin embargo, no era pronóstico ni adivinación sino apenas -con fundamentos “científicos”, naturalmente- una ecografía de la realidad.



Pero el porvenir no sólo demoró su advenimiento sino que puso sobre el tapete su inesperada reversibilidad. Entre 1985 y 1991 -desde el lanzamiento de la perestroika de Gorbachov hasta la desaparición de la Unión Soviética como tal- el otrora poderoso “socialismo realmente existente” se desmoronó piedra sobre piedra: un piano de cola se estrelló sobre la cabeza de los más devotos al tiempo que, como símbolo insustituíble, un astronauta de la vieja URSS aguardaba en la cósmica inmensidad que algún país se dignara devolverlo a tierra firme. De allí en más, aquellos Estados “socialistas” que no experimentaron entonces las mismas convulsiones institucionales emprendieron o confirmaron sendos destinos inmediatos de reconversión capitalista y se incorporaron -cada cual a su modo y con sus propios matices- al nuevo des-orden mundial.[2] Culminaba así el más vasto y ambicioso proyecto de ingeniería social de que pueda dar cuenta la historia; un proceso que en algún momento se identificó con la vieja promesa de una sociedad de seres libres, iguales y solidarios. A lo largo y a lo ancho del planeta, en los países que habían sido “socialistas” y en los que nunca lo fueron, millones de personas con profunda vocación de cambio sintieron que sólo quedaba un cráter ideológico de considerables proporciones: otro vacío que, hasta ahora, también parece imposible de llenar.




3.- A derecha e izquierda, con mayor fuerza luego de la debacle “socialista”, la realpolitik recuperó sus fueros y el espacio en el que teóricamente se dirimen las cosas públicas fue cubierto por un telón de indiferencia, impotencia y desencanto. Cada vez más las decisiones efectivamente gravitantes se adoptan en claustros impermeables al control ciudadano y los ejercicios connaturales a la democracia representativa inciden en el rumbo y el ritmo del mundo cada vez menos. Por un lado, el hacer y el no hacer de un país cualquiera -excepción hecha de los Estados centrales- se discuten previa y exclusivamente con técnicos omnipotentes, de comprobada incompetencia[3] y externos a los ámbitos definidos de eso que alguna vez se conoció como “soberanía”; técnicos de los cuales algunas veces se desconocen hasta sus nombres, aunque siempre hayan de contar con el sacrosanto aval de los organismos internacionales de crédito. Por otra parte, se eligen presidentes, senadores, diputados o alcaldes pero no parece haber lugar alguno del planeta en que la gente pueda elegir su propia vida. Se dice genéricamente que “se puede” o que “otro mundo es posible” y, acto seguido, que tales y cuales cosas no son siquiera pensables más acá del reino de la utopía; se dice que hay que festejar ahora mismo e, inmediatamente después -luego del repaso y la rúbrica de los compromisos financieros y de las múltiples limitaciones “globales”-, que no hay demasiado lugar para el regocijo. La práctica política convencional se vuelve una calistenia sin sustancia y la escenografía que la alberga empieza a ser percibida como un retablo en ruinas. La política estatal clásica, glorificada con mesura alguna vez como el arte de lo posible, se ve reducida a la ominosa condición de farragoso juego de palabras, irresoluble anagrama, ridícula sopa de letras e irrelevante cotorreo. Mientras tanto, detrás del primer plano de la mediocridad, el horizonte sólo parece admitir una línea de fuga todavía borrosa e imprecisa.


Realmente, la llamada “globalización” acentúa la declinación de las funciones instrumentales y simbólicas del Estado en la enorme mayoría de los países del orbe. En ellos, el Estado deja de ser el medio institucional y orgánico a través del cual procesar la obtención de determinados fines y tampoco es ya -si es que alguna vez lo fue- la instancia en la cual se condensan ciertas, aunque muy vagas, identidades colectivas. La vida de millones de personas es instantáneamente afectada por operaciones sustraídas al juego de las instituciones estatales democráticas; operaciones que les son drástica y enteramente ajenas. En un mundo relativamente “integrado” y “global” como el nuestro, un flujo financiero ocasional, una evaluación negativa de las calificadoras de riesgo, una decisión de la Reserva Federal norteamericana sobre las tasas de interés son, entre otros ejemplos, movimientos que pueden dejar detrás de sí un tendal de damnificados, sin que exista sobre ellos la menor posibilidad de incidencia. Muchas de las decisiones de mayor peso son adoptadas por organizaciones inter-estatales, para-estatales, supra-estatales o extra-estatales -ya se trate del G7, de la OMC o del Foro de Davos- y, lo que es conceptualmente más importante, al margen de lo que, en términos históricos, ha sido la construcción consuetudinaria de la polis; y, por lo tanto, al margen también de cualquier posibilidad real, simulada o tan siquiera ficticia de participación. La esfera política -supuestamente autónoma y soberana- es, entonces, casi un decorado refractado y apócrifo del poder al que sólo parece reservársele la ignominiosa faena de prestarle su ominosa legitimación. No es extraño, por ende, que la misma haya dejado de ejercer encantamiento alguno y que en ese entorno territorial se consume un nuevo vacío; un vacío que, otra vez, fatigosamente, también parece imposible de llenar.


4.- Un vacío, dos vacíos, tres vacíos, muchos vacíos que parecen imposibles de llenar y en los que ahora no es prudente abundar, pero que, sin duda alguna, se constituyen en la tónica de nuestro tiempo; algo así como su grifa en el orillo.[4] Mientras tanto, en los intersticios de tantas oquedades, han fermentado las condiciones de posibilidad de un movimiento radical neo-anarquista, capaz de reconocer sus antecedentes históricos más lejanos pero también de diseñarse a sí mismo y de perfilarse a partir de la historicidad específica que lo marca de cabo a rabo. Ese movimiento fue madurando lentamente durante los años 80 y 90 del siglo pasado y acabó “oficializando” su despampanante irrupción en las jornadas de diciembre de 1999 en la ciudad de Seattle; ruidoso hito de un silencioso proceso del que la gran prensa internacional parecía no haberse percatado. Allí, los “primitivistas” de Oregon, a quienes se imputó la aproximada condición de discípulos de John Zerzan, se contaron entre los principales impulsores de aquella multitudinaria movilización que, sin que los más avezados analistas políticos lo esperaran, dio al traste con la ampulosamente denominada Ronda del Milenio de la Organización Mundial del Comercio. Los vecinos de los alrededores de Seattle, sin embargo, se enteraron un tiempo antes que las academias y los grandes medios de comunicación. En las semanas previas a tan monumental encuentro, se preparó la llegada de militantes de las más diversas procedencias, anunciando la pacífica intención de montar un campamento gigantesco; al estilo de Woodstock pero ahora con un relieve claramente antagonista. Con su proverbial desfachatez, estos nuevos incordios aleccionaron a los pobladores del lugar con una consigna un tanto extraña para los patrones habituales de medida pero de impacto real: “¡Adopte un anarquista!” Según parece, a estar por lo que luego difundieron las agencias noticiosas de mayor calibre, la ciudad de Seattle terminó siendo efectivamente la cuna provisoria y simbólica de uno de los movimientos juveniles más característicos del momento histórico que nos ha tocado vivir.




Las escenas de entonces volvieron a repetirse, con algún tipo de similitud, una y otra vez, en cada una de las instancias subsiguientes de movilización contra las nuevas instituciones “globales”: en Praga, en Sidney, en Génova, en Gotemburgo, en Bruselas, en Tesalónica o en Varsovia. ¿Fenómeno propio de las sociedades opulentas, por lo tanto, y de su periferia inmediata? Quizás así lo parezca en un travelling apresurado y superficial, no obstante lo cual un análisis más fino habrá de revelarnos algunas aristas diferentes. Por lo pronto, puede admitirse que en dichas sociedades tal vez el fenómeno haya tenido una anticipación cierta y tenga todavía una mayor intensidad, así como es constatable que allí radicaron y radican los principales focos de irradiación. Sin embargo, los ecos del asunto parecen seguir un curso que contradice la impresión inicial. Con las adaptaciones a que cada cultura o cada país dé lugar, el impulso neo-anarquista parece recorrer hoy una geografía bastante más irregular y accidentada que aquella de la que puede tomarse nota con el sencillo expediente de un Eurailpass. Núcleos de difusión o de agitación anarquista pueden encontrarse hoy en lugares que fueran tradicionalmente inhóspitos o inaccesibles; muchas veces detrás de concepciones que eran inimaginables veinte años atrás. La Awareness League de Nigeria, por ejemplo, entiende que el anarquismo resulta ser algo así como la proyección natural del comunitarismo tribal; el grupo Anarchist against the wall consolida en una misma práctica transgresora a israelíes y palestinos en la franja de Gaza; en Estados Unidos se reúnen negros y pieles rojas para sostener que las concepciones libertarias son las que mejor se adaptan a la reivindicación de las identidades originarias; en Nueva Zelanda serán los maoríes quienes intentarán hacer otro tanto y así sucesivamente.[5] Sin olvidarnos, por supuesto, de desarrollos menos exóticos y más previsibles que aparecen aquí y allá; que también se manifiestan en América Latina -siempre en el tono de minorías activas y en expansión- y que adquieren mayor fuerza en lugares como Brasil, México, Argentina o Chile.[6]


5.- ¿Moda o tendencia, entonces? En principio, parecería que en un mundo de muchos vacíos y muy pocos sueños al anarquismo le estuviera reservada la apelación a la desmesura, la frotación de las llagas y la intransigencia libertaria. Si, por ejemplo, los realistas proclaman que son preocupantes los programas nucleares que quizás podrían desarrollar Irán o Corea del Norte, los anarquistas replicarán que más preocupantes todavía son los programas, ya desarrollados y de eventual continuación, que Estados Unidos y demás miembros del Club Nuclear han tenido y tienen entre manos. Si, por poner otro caso, los negociadores de profesión estudian intrincadas fórmulas para poner fin a la guerra en Irak, los anarquistas defenderán la idea de que es preciso acabar no sólo con ésa sino con todas las guerras, empezando ahora mismo por terminar con las instituciones militares que las alimentan. Y digamos que -sólo para cerrar este tramo y no precisamente porque no haya muchos más ejemplos a los que recurrir-, si a sesudos calculistas se les ocurre que un moderadísimo impuesto a las transacciones bancarias podría financiar un proyecto universal de reducción de la pobreza, los anarquistas contestarán que poco y nada se conseguirá con eso y que los grandes flujos financieros son en sí mismos expresiones y gérmenes de desigualdad. En líneas generales: en un mundo en el que se ha producido una formidable concentración adicional del poder y de los privilegios y frente al cual los timoratos sólo son capaces de elucubrar zurcidos y remiendos que rápidamente desnudan su inocuidad, el pensamiento y las prácticas anarquistas insisten tercamente en recordar la necesidad de un nuevo curso de corte y confección. No es raro, entonces, que presenciemos acercamientos emblemáticos de personas formadas al calor de otras certezas y que hoy sienten en carne viva la fuerza del desengaño: así, el viejo comunista José Saramago afirma que sigue siéndolo pero que ahora se ha percatado que sólo es posible ser “comunista libertario” al tiempo que el joven Canek Sánchez Guevara -el nieto del Che, a pesar de que a él le moleste hacer uso de esta referencia parental- proclama, desde una experiencia de vida y unos códigos más propios de su edad, siguiendo un verso de los Sex Pistols, “I am an anarchist”.[7]


Una vez más: ¿moda o tendencia? Supongamos que las sociedades humanas no pueden sobrevivir dignamente si al menos una parte de ellas no se siente animada por el temblor inquietante de la utopía; por ese entrañable estremecimiento de exaltación, de búsqueda y de realización de nuevas relaciones de convivencia; por esa erupción que no quiere reconocer sus límites y que se orienta siempre más allá de los mismos.[8] Supongamos también que el ejercicio implacable de la crítica radical es una necesidad imperiosa de la inteligencia y que no es posible cultivarla, ni tan siquiera oxigenarla, sino a través de un movimiento de interrogación, puesta en suspenso y depuración hasta del aire viciado que nos rodea. Supongamos, por último, que el aliento de la rebeldía y los apetitos libertarios son por lo menos casi tan fuertes como el desaliento de la “servidumbre voluntaria” de la que hablaba Etienne de la Boetie varios siglos atrás y que, para los más ariscos y enragés, no hay vida que valga la pena ser vivida si no es afirmando su singularidad frente al poder. Si todo esto fuera así, entonces el neo-anarquismo que hoy parece estar despuntando no debería ser percibido de otra forma que como la respuesta preliminar pero segura a las decepciones que han quedado por el camino y, sobre todo, a los muchos vacíos que todavía existen por delante y a los que habrá que enfrentar. La contestación antagónica del vacío no es otra que la plenitud y este neo-anarquismo que hoy despunta ofrece -por añadidura, en un mismo “set”- nada menos que la plenitud de la utopía, la plenitud de la crítica y la plenitud de una interminable rebelión. No hay moda de este modo; y, por lo tanto, al menos como tendencia, habrá que ir acostumbrándose -por fas o por nefas, con un rictus de amargura o con una inconfundible, irreverente e irónica mueca de placer- a que los convidados de piedra que marchan bajo esas banderas sean, cada día que pasa, cada vez más.

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